domingo, 26 de octubre de 2008

El síndrome metabólico: ¿una versión moderna de la enfermedad ligada al estrés?




En la transición epidemiológica que sucedió durante el siglo XX, el relativo control de las enfermedades (infecciosas, parasitarias) transmisibles como consecuencia de los grandes progresos en esa centuria en su prevención y tratamiento (antibiótico, antiparasitario) ha facilitado la eclosión progresiva de otras enfermedades crónicas no transmisibles, de las que las 4 más representativas son: la cardiovascular, el cáncer, la obesidad y la diabetes mellitus (DM). Estas 2 últimas comparten parcialmente un «suelo» genético, cuya expresión ha sido acelerada por los espectaculares cambios de estilo de vida en los años siguientes a la mitad del siglo XX y que se perpetúan en la actualidad. En esencia, estos cambios son: el abandono de los hábitos dietéticos saludables (dietas ricas en fibra, pobres en grasas saturadas y en azúcares solubles, abundantes en frutas, hortalizas y verdura); el abandono de la actividad física
regular y la adopción de otros hábitos no saludables, como fumar o abundar en el consumo de alcohol.
La obesidad y la DM tipo 2 son tan comunes que merecen la denominación descriptiva de «diabesidad»,condicionan o facilitan la acumulación potencial en el individuo que las presenta de otras alteraciones metabólicas (dislipidemia, hiperuricemia), no metabólicas (hipertensión arterial [HTA], hígado graso o esteatohepatitis no alcohólica) e incluso la aparición de marcadores de inflamación de bajo grado (proteína C reactiva, interleucina 6) o estigmas de estado protrombótico antifibrinolítico. Esta acumulación secuencial, o no, de tal variedad de alteraciones fisiopatológicas interrelacionadas, a menudo, por el vínculo común de la resistencia a la insulina promueve y acelera el desarrollo de la aterogenia (proceso inflamatorio crónico de características propias) (macro) vascular y, potencialmente, provoca la aparición clínica de sus serias consecuencias, como la enfermedad isquémica cardíaca, el ictus o la arteriopatía obliterante de vasos periféricos en las extremidades (sobre todo en las inferiores).
Históricamente, el concepto de síndrome metabólico (SM) es bastante reciente y ya fue caracterizado en la clínica por M. Hanefeld1 en la década de los años setenta por la coexistencia de obesidad troncular, dislipoproteinemia, intolerancia a la glucosa o DM tipo 2, HTA, hiperuricemia, hipercoagulabilidad y defectos de la fibrinólisis, hiperandrogenismo, hígado graso, cálculos biliares, osteoporosis y elevada incidencia de enfermedad cardiovascular. En 1987, la combinación de algunos de esos componentes (¡no la obesidad!) y su vinculación con el rasgo fisiopatológico fundamental de la resistencia insulínica fue bautizado por Reaven como síndrome X. Este trabajo seminal disparó la investigación clínica y fundamental en este campo y condujo al concepto más amplio y complejo de SM. Según el Consenso del Grupo de Trabajo Resistencia a la Insulina de la Sociedad Española de Diabetes: «La resistencia a la insulina significa la disminución de la capacidad de la insulina para ejercer sus acciones biológicas en tejidos diana típicos, como el músculo esquelético, el hígado o el tejido adiposo. Actualmente se considera que la resistencia a la insulina crónica omantenida es la base común de numerosas enfermedades metabólicas y no metabólicas, como la DM tipo 2, la obesidad, la HTA, las dislipidemias y/o la enfermedad cardiovascular». Sin embargo, resistencia a la insulina y SM no son sinónimos. El primer término designa una situación fisiopatológica, mecanística de enfermedad. El segundo es un vocablo descriptivo que subraya una circunstancia clínico-epidemiológica de alto riesgo (sobre todo) vascular. La resistencia a la insulina ocupa su mejor lugar en el área de investigación biomédica básica. El concepto de SM entra inmediatamente en la mente del clínico, sea internista, endocrinólogo o cardiólogo, e influye en su decisión diagnóstica y terapéutica. Le ayuda a estimar «riesgos» (p. ej., cardiovasculares) futuros. No distinguir entre uno y otro concepto dificulta, sin duda, el consenso sobre los criterios de definición de SM, como se insiste más adelante. En efecto, el SM es complejo, poligénico, multifactorial en su origen y los criterios de definición distan de estar internacionalmente consensuados. Así, la Organización Mundial de la Salud (OMS)4, el grupo EGIR (European Group for the Study of Insulin Resistance)5 y el Programa Norteamericano para la Detección, Evaluación y Tratamiento de la Hipercolesterolemia en Adultos (Adult Treatment Panel III [ATP-III]) han desarrollado diferentes criterios para definir el SM. En el caso del grupo EGIR y la OMS, el binomio resistencia a la insulina/hiperinsulinemia es una exigencia fundamental para el diagnóstico. Por el contrario, en los criterios propuestos por el ATP-III, este binomio está ausente y se sustituye por la obtención de datos antropométricos y de laboratorio fácilmente adquiribles en la práctica clínica y, por tanto, accesibles no sólo al sofisticado medio hospitalario (¡tan importante!) sino también al ámbito de la atención primaria. Del mismo modo, en el ATP-III, la presencia de la obesidad central cobra protagonismo estelar como criterio no supeditado a la presencia de resistencia insulínica de diabetes
y/o de intolerancia a los hidratos de carbono, tal como exigen la OMS o el grupo EGIR. La urgencia de un criterio universalmente aceptado es evidente, pues los estudios epidemiológicos sobre el SM son ya abundantes en todo el mundo. En Estados Unidos, el estudio NHANES III (The IIIrd National Health and Nutrition Examination Survey), llevado a cabo en 89 localidades de Estados Unidos y en el que se postularon por vez primera los criterios ATP-III, se descubrió una prevalencia global de SM del 22,8% en los varones y del 22,6% en las mujeres. En Europa8 y con criterios de la OMS (excluidos los diabéticos), la prevalencia del SM se sitúa en el 23% (con límites entre el 7 y el 33% según la edad) en los varones y en el 12% (con límites entre el 5 y el 22% para edades entre 40 y 55 años) en las mujeres. Si se utiliza la definición EGIR, las cifras de prevalencia en países europeos descienden ligeramente al 16% en varones y al 9,7% en mujeres. En España, en el estudio VIVA (Variability of Insulin with Visceral Adiposity), incluido en las estimaciones europeas del EGIR8, se ha detectado una prevalencia del 19,3% según los criterios de la OMS y del 15,5% según los criterios del EGIR. En estudios llevados a cabo en distintas regiones de España se muestra un dato común, que es el aumento de la prevalencia del SM con la edad. Así, en la Comunidad Canaria, la prevalencia global es del 24,4%. En la población rural y urbana de Segovia es del 16,3% en las mujeres frente al 11,8% en los varones, con una prevalencia global del 14,2% (criterios ATP-III). En este último estudio llama la atención la mayor prevalencia de SM en las mujeres respecto a los varones, a diferencia de otros estudios de ámbito nacional y europeos. Sin duda, diferentes variables influyen en el desarrollo del SM con independencia de la raza, las condiciones geográficas, el sexo, la situación socioeconómica o el nivel educativo. En general, la enseñanza común de los ya numerosos estudios accesibles en la bibliografía científica es que la obesidad, «la variante visceral específicamente», y el menor nivel educativo y socioeconómico que condicionan estilos de vida no saludables son las circunstancias que hacen más vulnerable a una población y a un individuo. El impacto de la obesidad visceral (o central) es determinante y su interpretación clínica es tan inmediata como lo es el resultado de medir el perímetro de la cintura, cuya medida debe ser (con una simple cinta métrica) inexcusable en la práctica médica diaria. Por supuesto, también lo es la obtención de datos sobre talla y el peso corporal. De tal modo es así que en fecha tan cercana como el 14 de abril de 2005, la Federación Internacional de Diabetes, en un Simposium Internacional (Berlín)11 específico sobre el SM y según acuerdo unánime de más de 4.000 expertos de todo el mundo, estableció que el diagnóstico de este síndrome se haga con el dato esencial de la presencia de la obesidad central (> 94 cm para varones; 80 cm para mujeres de raza blanca; otras medidas para otras razas), y sólo 2 de cualquiera de estos criterios: a) hipertrigliceridemia (> 150 mg/dl) o tratamiento hipolipemiante; b) reducción de la concentración sérica de colesterol unido a lipoproteínas de alta densidad (<> 130 mmHg) y diastólica (> 85 mmHg) o tratamiento antihipertensivo, y d) elevación de la glucemia plasmática en mujeres (> 160 mg/dl) o diagnóstico previo de DM tipo 2. La obesidad visceral se encuentra, inequívocamente, en el centro de la escena. Este criterio es esencial sobre todo para las edades avanzadas, en las que la prevalencia de SM aumenta en todos los estudios. Por otra parte, es oportuno destacar que, si bien todos los estudios realizados hasta el momento incluyen el análisis de las variables antes citadas, muy pocos consideran para la interpretación fisiopatológica y patogénica del SM las situaciones psicosociales de la vida diaria –familiares, personales o laborales– como predisponentes para el desarrollo de la obesidad y/o de uno o varios de los componentes de este síndrome por su carácter de factores de estrés más o menos sostenido y sus consecuencias de alteración prolongada de la regulación endocrina (eje hipotálamo-hipófisis adrenal) de la homeostasis general. Conviene destacar aquí la importancia del estrés crónico con la alteración subsiguiente del eje hipotálamo- hipofiso adrenal, lo que es la hipótesis interpretativa central de Björntorp14 de la génesis de la obesidad visceral y de sus consecuencias (resistencia a la insulina, intolerancia a la glucosa, HTA, etc.) con repercusión negativa en la enfermedad cardiovascular. En efecto, este autor sueco, máxima autoridad durante años en el campo de la investigación clínica sobre obesidad, postuló hace más de 20 años que los factores psicosociales (ansiedad, depresión, cualquier otra forma de estrés crónico) eran determinantes para la aparición del SM. De aquí el interés indudable y la novedad del extenso estudio de diseño transversal que Alegría et al publican en este número de REVISTA ESPAÑOLA DE CARDIOLOGÍA. En este estudio, los autores abordan, quizá por primera vez en la bibliografía, el posible impacto del trabajo profesional en una población (7.256 trabajadores, 82% varones, edad media de 45 años) de trabajadores activos de distinta especialización (desde directivos a manuales) expuestos a ambientes laborales bien definidos: factorías de automóviles y grandes almacenes. Si bien en este estudio no se trató de cualificar y cuantificar el grado de impacto psicosocial del trabajo ni de otras variables (educación, nivel económico, estilo de vida) en cada categoría de trabajadores, el resultado fue elocuente en las diferentes prevalencias: mayor en los de ocupación manual (11,8%) y decreciente en los de mayor implicación profesional-intelectual
(oficinistas 9,3%, directivos 7,7%), en un conjunto laboral con una prevalencia global muy baja (bruta del 10,2%, ajustada por edad y sexo del 5,8%) respecto a la hallada en el mundo en general y en España en particular. La conclusión básica de este estudio es importante y grave: 1 de cada 10 trabajadores activos presentó SM. Y sugiere, siquiera muy indirectamente, el impacto (junto con factores ligados al estilo de vida) del estrés laboral en la promoción de este complejo síndrome. En efecto, el estrés (conjunto de reacciones biológicas cognitivas y conductales entre individuo y entorno) es, quizá, y con frecuencia, el primum movens en la cascada de efectos neuroendocrinos que impulsan el desarrollo de la distribución anómala (visceral) del tejido adiposo y la inevitable resistencia a la insulina y la hiperinsulinemia que le sigue, y desemboca en la acumulación de factores de riesgo cardiovascular que
llamamos SM. En esa misma línea comienzan a emerger en la bibliografía resultados que relacionan claramente ciertas situaciones personales, como la calidad de vida y la felicidad conyugal (en las mujeres) con el riesgo –menor si más feliz– de desarrollar SM y sus consecuencias16 o el similar riesgo de los individuos con conducta alimentaria errónea (p. ej., compulsiva) inducida por estrés crónico de diferente calidad. O también las crecientes similitudes fisiopatológicas demostradas entre estrés personal, la depresión, el SM y el riesgo cardiovascular. A pesar de ser novedoso, el estudio de Alegría et al tiene obvias deficiencias de diseño, criterios de definición del SM e incluso de interpretación de los resultados que los autores reconocen explícitamente en el texto. Pero, a pesar de ese reconocimiento, este editorialista y en beneficio de todos, muy respetuosamente pero sin ambigüedad, discrepa de aquéllos cuando afirman que «la utilización del índice de masa corporal en lugar del perímetro abdominal es ampliamente aceptada». Por el contrario, como se ha reiterado en este comentario y se declara de manera explícita en los criterios unánimemente aceptados en el Simposium de Berlín de 2005 antes citado, se puede prescindir como criterio (no como buena práctica clínica) del índice de masa corporal, pero en modo alguno de la medida del perímetro abdominal, pues lo que importa como indicador de potencial (elevado) factor de riesgo cardiovascular tanto o más que la cantidad total de grasa (índice de masa corporal) es su localización preferente, o sea, en el comportamiento intraabdominal y/o del músculo esquelético. Esta discrepancia está basada únicamente en la evidencia clínico-epidemiológica y científica, muy abundante y sólida sin ninguna otra connotación extracientífica.
En conclusión, los resultados del Registro MESYAS, si se confirman en el seguimiento ulterior con indispensables correcciones metodológicas, llama más o menos directamente la atención sobre la necesidad de retornar a la hipótesis inicial de Björntorp en la que el estrés psicosocial, junto con otros factores ambientales-genéticos (los que sean), integran el núcleo central del conjunto de síndromes que hoy llamamos SM. Esta perspectiva obliga a evaluar las situaciones de estrés (crónico sobre todo) en la vida cotidiana y según su modalidad (afectiva/socioeconómica, laboral u otras) como componentes importantes de este síndrome y, seguramente, con no menor relevancia que otros convencionales o «nuevos», como los propios marcadores de inflamación (¡también elevados en la depresión!). Este enfoque renovado como «el vino viejo puesto en odres nuevos», por parafrasear a Julian Huxley, exige abordar con mentalidad multidisciplinaria esta moderna epidemia de tanta morbimortalidad (potencial) de causa cardiovascular, y quizá también de otras causas (¿cáncer?), y que es el paradigma de las enfermedades ligadas al estrés en la civilización moderna.

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